Camino por el centro de la calle lejos de los árboles. La luz se filtra cada tanto entre las ramas, las sombras se mueven con el viento. La noche se hace profunda, siento su respiración. Me parece que me miran cientos de ojos.
Mis pensamientos corren entre mi viejo y los árboles. Paso frente a la fábrica, esta oscuro, las luces están apagadas, no hay olor a jabón, mi viejo debe estar en casa. Yo ceno a la noche con él, me debe estar esperando. Estará leyendo “EL Crónica” con un vaso de tinto para acompañar. Me quede con el cuándo mi vieja se fue con un tipo. Mi viejo es bueno para la cocina, se calza la musculosa, en calzoncillos con sus viejas alpargatas y empieza a crear, le gusta amasar, sentir que sus manos van armando la pizza. A mí me gusta entrar a la cocina y sentir el murmullo del hervor de la sopa o algún guiso, aspirar los olores a cebollas, ajos, repollos o adivinar entre la sinfonía de fragancias la presencia de curry, pimienta o albahaca.
En la mañana me despierto con el aroma del café que inunda la casa. Mi viejo prepara un café marrón oscuro en unos jarros de loza. Me levanto despacito de la cama y sin más me voy a sentar en un banco de madera de tablas de cajón que esta frente a la ventana. Mis manos se calientan con la taza y mi imaginación corre alrededor del humo del café. Es el tiempo que hablo con mi viejo. Hablamos de todo, sin apuro, nos preparamos para enfrentar el día. Mi viejo me cuenta sus historias, algunas son buenas, el soñaba con ser aviador, yo todavía no tengo historia vivo el presente. Pronto he de partir y mi viejo será una parte de la historia que yo cuente.
Al llegar al puente siento correr el agua. Huelo el olor familiar y profundo del arroyo, me detengo y en silencio trato de escuchar los ruidos de vida que salen de él. Desde el puente puedo divisar la casa de techos amarillos que me espera.
Roberto Esnaola